Viajes al Paraiso

VACACIONES,OCIO,RELAX,PARAISO, SIN TELEFONO MOVIL.

16 febrero 2007

Islas Azores. San Miguel


A 1.460 kilómetros de Lisboa y al doble de Nueva York, el archipiélago de las Azores, descubierto por los portugueses en el siglo XV, son nueve islas volcánicas, muy verdes, y fantasmales que, surgidas del fondo del mar, quedaron allí perdidas, flotando en la inmensidad del Atlántico, sometidas a extraordinarias fuerzas naturales. Un microcosmos en absoluto exótico pero sí muy diferente.

En la conjunción de tres fallas tectónicas, allí se duda de la bondad de la naturaleza. La tierra cuece y tiembla. El clima cambia en horas. Los árboles y las flores miden tres veces más que en el continente y los peces más emblemáticos son los grandes cetáceos. Supervivientes de una casta en extinción, los cazadores de ballenas son los protagonistas de la última gesta no tecnológica, del siglo XX.
Desde el aire, el océano tiene el color del plomo y las nubes corren a la velocidad del rayo. San Miguel es la isla más grande y su capital, Ponta Delgada, una pequeña ciudad con cierta densidad de casas palaciegas e iglesias de lava negra y cal.

Nada más aterrizar, una procesión interrumpe el tráfico. Delante del cura bajo palio, desfilan las niñas de primera comunión compitiendo con sus vestidos de organdí. Es el preámbulo. Todo el recorrido por las islas es una mezcla, a partes iguales, de lo conocido, pero que está en nuestro pasado, y lo raro, que aquí siempre es obra de la naturaleza. A fin de cuentas, la población, la lengua y la cultura del archipiélago son netamente portuguesas.

Huele a heno por los prados cercados de hortensias hasta llegar a un lugar de encantamiento, bullente de vida salvaje. La Laguna de Fuego, en el cráter de un volcán, hoya en la cumbre rellenada por la lluvia, es un espejo enorme de agua verde, inmóvil, con playas de arena de piedra pómez, bahías y ensenadas. Se levantan las nubes y el espejo azulea; bajan y se reflejan perfectamente. Se puede nadar en aquellas transparencias y pescar truchas, lucios y carpas. Pero habitualmente no hay nadie.

Bordeada por un auténtico acantilado interior, barrancos cubiertos de clyptomerias, hay que bajar a pie para disfrutar de un silencio limpísimo y solitario, sólo interrumpido por los graznidos de gaviotas que andan apareándose.

En Caldeira Velha, una cascada baja del monte. Chorros de agua que echa humo, sobre la piedra roja y el musgo, y remansa en una poza donde chapotea la gente. Baño termal en el bosque, a 37º C, entre acacias y hayas desconocidas y helechos que aquí son árboles. En el Valle de las Furnas, la tierra hierve. A la orilla de otra laguna, por donde pisas, a cada poco, hay agujeros como charcas donde cuece un barruque gris a borbotones. Allí se hace tradicionalmente el cocido, sumergen los pucheros y a las seis horas vuelven los hombres y los sacan a brazo del tirón: 20 kilos con una mano. Un festín suculento y una visión de otro mundo. Los turistas parecen espectros entre los vapores.

Furnas es un lugar balneario con un jardín romántico, fabuloso, iniciado por un potentado americano en el siglo XVIII. Doce hectáreas con miles de árboles de todo el mundo: palmeras neozelandesas y canarias donde habitan los murciélagos, bananeras de África del Sur, araucarias de Polinesia y un pino de Norfolk que mide 148 metros de altura y más de 5 de diámetro. Cisnes y nenúfares en el canal y, al borde de la piscina termal de color café con leche, metrossideros de Japón floridos de rojo y un pabellón decimonónico, balaustradas y vidrieras, convertido en un hotel más que exclusivo.

Etiquetas: